domingo, 7 de febrero de 2010

La sustentabilidad como contexto productivo

Esta recopilación busca ofrecer elementos de análisis para entender las múltiples interacciones entre la teoría económica y las formas que funcionan los mercados actuales, las relaciones entre la sociedad y la naturaleza y los instrumentos disponibles para lograr la sustentabilidad.

Las múltiples definiciones de sustentabilidad tienen en su mayoría un elemento en común que involucra el concepto de desarrollo, significando algo más que sólo crecimiento económico, y haciendo énfasis en la equidad inter-generacional.

En este sentido la sustentabilidad puede definirse como el patrón que asegura a cada una de las generaciones futuras la opción de disfrutar, al menos, el mismo nivel de bienestar que disfrutaron sus antecesores (Solow, 1992).

Con respecto a la sustentabilidad agropecuaria, es aquella que es capaz de mantener, a través de los años, niveles aceptables de productividad biológica y económica, preservando el ambiente y los recursos naturales y satisfaciendo al mismo tiempo un requerimiento impostergable de la sociedad (Ikerd, 1990).

Conocer los límites para un crecimiento económico y hacerlo sostenible basándose en la explotación de recursos naturales limitados y finitos, ha preocupado a prominentes filósofos sociales y economistas desde finales del siglo XVIII. Thomas Malthus (1798) propuso un argumento importante: sostuvo que mientras la población crecía en progresión geométrica, la producción de bienes aumentaba en progresión aritmética. Según esta visión, el crecimiento económico no sería sustentable a largo plazo a menos que las poblaciones redujeran su tasa de crecimiento poblacional.

Algunos años después David Ricardo (1817) desarrolló el modelo malthusiano y le incorporó un principio científico conocido como Ley de la Productividad Marginal Decreciente. En la actividad agropecuaria se visualiza este modelo fácilmente: al reducirse la productividad de los suelos y al continuar creciendo la población, la agricultura avanzaría sobre áreas más marginales y menos productivas, donde a su vez, la productividad marginal tendería a caer más rápidamente, pero David Ricardo introduce en su visión un principio muy importante: “el conocimiento científico como factor superador de las limitaciones que imponen los recursos naturales”; sobre la base de este fundamento nace una suerte de optimismo tecnológico que alcanzó tanto a los pensadores y economistas liberal-capitalista como a los socialistas. Economistas liberales como John Stuart Mill (1806-1873), enrolados en una filosofía utilitarista, ampliaron la visión ricardiana haciéndola predominar hacia fines del siglo XIX. Por otro lado, un ideólogo y fundador del socialismo Federico Engels en 1848 también rechazó el pesimismo malthusiano al afirmar que “la ciencia crece al menos tanto como la población”.

La concepción implícita de la tierra como factor de producción infinito y renovable además de sustituible por tecnología ha sido una de las fuerzas motrices del desarrollo agrícola no sustentable.

En una economía de mercado se supone que los precios de los bienes y servicios reflejan la escasez relativa (y la productividad marginal) de los recursos que fueron usados en su producción. Si un recurso se vuelve más escaso su precio sube y habrá un mayor incentivo para los que usan ese recurso para buscar otros más baratos. Por ejemplo, si se acaba la frontera agrícola y ya no hay una abundancia de nuevas tierras para incorporar a la producción, el precio de la tierra tenderá a subir y habrá un incentivo para los agricultores de encontrar nuevas tecnologías como variedades mejoradas o fertilizantes (efecto sustitución) que permitan hacer un uso más intensivo de la tierra. De igual forma, se supone que si el petróleo empieza a escasear a escala mundial, su precio subirá y eso estimulará la inversión en otras fuentes de energía y en cambios tecnológicos que faciliten la sustitución.

Dentro de esa perspectiva el agotamiento de algún recurso natural o la disminución de algún servicio ambiental no debe preocupar tanto, porque inevitablemente generarán procesos de cambios en los precios relativos que llevan a sustituir esos recursos o servicios, ahora más escasos, por otros. Pero esto no es así: confiar en el mercado como única instancia para adjudicar valores a todos los recursos naturales tiene algunas limitaciones, ya que los mercados funcionan de hecho como mecanismo para la administración de escasez y los precios relativos son un reflejo de las relaciones (derecho) de propiedad. Algo que no tiene dueño, o cuyo dueño no tiene la capacidad de hacer valer sus derechos, siempre tendrá un precio cero, e inevitablemente habrá una tendencia a sobreexplotarlo.

En el pasado en muchos contextos parecía que la atmósfera, los océanos, los bosques, los peces, los servicios de control de plagas de los depredadores naturales, las aguas dulces y los recursos genéticos eran inagotables, y por lo tanto, nunca se definieron derechos claros respecto al uso y transferencia de los mismos.

A comienzos de la década del ‘70 aparecen subproductos indeseables o secuelas negativas del crecimiento económico:

a) basuras y desechos,

b) contaminación de agua, aire y suelo,

c) agotamiento de recursos naturales,

d) no renovabilidad de algunos de ellos,

e) pérdida de calidad de vida por deterioro del ambiente urbano,

f) extinción de especies de plantas y animales silvestres,

g) erosión de suelos, etc.

Ante esta problemática se plantean dos visiones diferentes de crecimiento económico-ambiente-sustentabilidad, como sé venia diciendo en la primera línea, la utilitarista, antropocéntrica, en la cual el hombre es la medida de todas las cosas (Tisdell, 1991). En ella, el ambiente vale en la medida de su capacidad para producir bienes económicos para el hombre, y sólo cabe ocuparse de los problemas ambientales cuando estos comienzan a afectar el suministro de bienes. La otra visión, aparecida en épocas recientes, es la naturalista. Nace de una concepción ética diferente que da al ambiente y al resto de las especies una importancia vital para mantener el equilibrio de la biosfera, desplazando al hombre y a sus intereses económicos del centro de la escena. No asigna al humano ningún derecho especial que lo habilite a exterminar partes de la comunidad biológica (Leopold, 1966), cuestionando los fundamentos económicos convencionales, como el PBI, que no contempla la pérdida del componente ambiental; el PBI puede crecer de año en año en un país, y sin embargo, su condición ambiental puede declinar.

En general, puede admitirse que la corriente utilitarista ha sido un fundamento filosófico para las tecnologías de la llamada revolución verde. Estas tecnologías, apoyadas en el uso de paquetes bio-químicos, dependientes de los combustibles fósiles, crean ambientes artificiales cada vez más alejados de la condición natural. El éxito de este modelo de producción fue, sin duda, impresionante, erradicando el hambre de vastas regiones subdesarrolladas. Pero también dejó secuelas ambientales negativas, es por ello que surgen interrogantes acerca de la viabilidad de este modelo en el largo plazo.

En la actualidad comienza a afirmarse la conciencia de sustituir aquel paradigma productivo por otro distinto que se ocupe de la integridad del ambiente como una herencia que hay que dejar a las generaciones futuras (Conway, 1987; Marten, 1988), tomando fuerza el concepto de sustentabilidad.

La sustitución de los recursos lógicamente continuará siendo el principal factor de cambio tecnológico, aunque tal vez no exactamente con las mismas modalidades que impuso el paradigma de la línea utilitarista antropocéntrica.

El desafío de la actividad agropecuaria sustentable puede llegar a pasar por una sustitución relativa: la de insumos por procesos.

La agricultura moderna e intensiva está fuertemente apoyada en tecnologías de insumos, o sea tecnologías de tipo material, tangibles, que se pueden comprar en el mercado y se aplican o consume casi como una medicina.

En general las tecnologías de insumos están asociadas a un desarrollo previo de naturaleza industrial y tienen por tanto un costo económico, su aplicación no demanda mucho tiempo y se realizan en momentos precisos. Su uso suele ser sencillo y a veces rutinario. A menudo suelen ser tecnologías coyunturales: se puede entrar y salir de ellas con relativa facilidad. Ejemplos de dichas tecnologías son: antiparasitarios, fertilizantes, fungicidas, herbicidas, insecticidas, semillas con genética mejorada, vacunas, etc., y su adopción no son complicadas.

La tecnología de procesos, en cambio, es inmaterial, intangible, requiere de una aplicación casi personalizada y más que un costo económico, tiene un costo intelectual, siendo su adopción más dificultosa, se citan como ejemplo las tecnologías de manejo (de pasturas, de suelos, de rodeos, de plagas, de cultivos, etc.) y gerenciamiento de actividades complejas y creativas.

Estas tecnologías están relacionadas a emprendimientos de largo plazo y de estructura más que coyuntura.

Hoy en día tal vez sea una utopía pensar que los insumos puedan ser totalmente sustituidos por procesos, pero sí las tecnologías de procesos deben ser intensificadas para optimizar la aplicación de tecnologías de insumos, resguardando al mismo tiempo efectos negativos sobre el ambiente y los recursos naturales.

El ejemplo de la falta de sustentabilidad es el proceso de agriculturización (aumento de la actividad agrícola) en zonas donde la aptitud de los suelos y el clima propician que los sistemas tengan más de un 50 % de su superficie dedicada a la ganadería. No obstante esta actividad disminuyo considerablemente por varios factores: un proceso de descapitalización que obliga al productor a optar por la agricultura como herramienta para “salvarse” cubriendo los baches financieros a corto plazo. Esto sucede con el empresario agropecuario dentro de un marco cultural poco productivista, generado por un sistema macroeconómico especulativo, castigando a los “sistemas productivos eficientes”, este proceso alternativo también fue ayudado por la tecnología de insumos de rápida absorción por parte del productor, la cual fue incitada por las empresas comerciales.

La secuela indeseable de esta agriculturización es la insostenibilidad de los sistemas produciendo erosión eólica, hídrica, acumulación de desechos ambientales (contaminación ambiental), perdida de biodiversidad, concluyendo en un agotamiento de los recursos naturales no renovables.

Actualmente hay una incipiente valorización de los bienes ambientales, por una necesidad cada vez más apremiante de impulsar modelos de desarrollo económico que sean sustentables y compatibles con la preservación de los recursos naturales y su calidad, intensificando la tecnología de procesos para optimizar la de insumos.

Para esto es necesario trabajar sobre uno de los problemas económicos básicos que la sociedad se ha ocupado en todos los tiempos, que es la asignación de recursos. Planteado en términos muy simplistas esto quiere decir, que la sociedad tiene que tomar decisiones sobre cómo distribuir los recursos (capital, trabajo, recursos naturales, etc.) en la producción de bienes cuya demanda parece superar siempre las posibilidades de la oferta. De hecho, la reflexión sobre los problemas que supone la asignación de recursos es tan vieja como el propio análisis económico, más antigua es su solución: la humanidad lo ha resuelto, de una u otra forma, desde el inicio mismo de la vida organizada. Y lo ha hecho de maneras diferentes. Pensemos en: organizaciones tribales, grandes imperios de la antigüedad, gremios medievales, plantaciones esclavistas, monarquías absolutas, sociedades socialistas, etc. En la sociedad actual, sin embargo parece haberse impuesto, para bien o para mal: el sistema de mercado. Es de hecho la forma recomendada por los primeros economistas teóricos como la “mejor” en un óptimo paretiano insesgado. Su mecanismo es sencillo: en un mercado idealmente competitivo, donde confluyen toda una serie de agentes económicos (productores, trabajadores, consumidores) que, actuando de manera “racional” (maximizando la función objetivo, definida en el modelo) generan, a través de su interacción, los precios. Estos precios o señales, son las que determinan finalmente, la solución al problema de la asignación de recursos escasos. En efecto: los consumidores muestran así sus preferencias (y la intensidad de las mismas) por una serie de bienes y servicios; y su disposición a pagar por ellos. Las empresas recogen esta información y organizan el proceso productivo en consecuencia. La competencia entre ellas, así como entre los propios consumidores y entre los oferentes de los servicios productivos, garantiza en principio la optimización del resultado.

Ahora bien, eso si la sociedad funcionara como el modelo desarrollado. Las cosas no son así, y el mercado de la vida real se parece poco al ideal del modelo: tiene imperfecciones.

En primer lugar, porque lo que caracteriza el funcionamiento del sistema no es la competencia perfecta, sino un amplio abanico de formas de competencia imperfecta, tanto en los mercados de bienes y servicios como en el de los factores producción: donde hay monopolios, monopsonios y oligopolios; rigidez en los mercados de trabajo y capital; la existencia de diversas formas de racionamiento en este último, la intervención del gobierno a través de impuestos, subsidios, etc.

En segundo lugar, por lo incompleto de muchos mercados, con los graves problemas de la falta de información, etc.

Finalmente, y éste es el punto que más interesa aquí, porque existe todo un conjunto de bienes y males que, por carecer de un mercado en el que intercambiarse, carece asimismo de precio: es el caso de los llamados bienes públicos, o las externalidades en términos generales.

El medio ambiente cumple toda una serie de funciones que afectan al bienestar de la sociedad. Cambios en su calidad, por lo tanto, tienen un efecto directo sobre él. No puede olvidarse, sin embargo, que por todas estas funciones derivadas, el medio ambiente es esencial para la continuidad de la vida misma.

En este sentido, el medio introduce una serie de restricciones, limites, que no se pueden traspasar. No se puede elegir si se respetan o no. En este sentido, es la ecología la encargada de delimitar los estados viables de la naturaleza. Al análisis económico le quedaría la no desdeñable tarea de discutir, entre otras cosas, la compatibilidad de los distintos modelos de crecimiento y de organización social, con esos límites ecológicos, analizar las vías más adecuadas para respetarlos; los cambios económicos e institucionales que habrían de introducirse, en su caso, para lograrlo, y los efectos macro y microeconómicos que la adopción de estas medidas supondría. No es tarea despreciable, pero en ella el estado del medio ambiente aparece como una restricción, delimita lo que es viable y lo que no. No tiene mucho sentido plantearse su valoración económica, ya que no es posible elegir entre distintos estados posibles.

El estado viable de la naturaleza no es único. Y tiene sentido, por tanto, preguntarse por el valor económico de cada uno de ellos: por el bienestar que la sociedad deriva de la calidad ambiental que los define. Sin olvidar, además, que la calidad ambiental sobre la que se decide, es el resultado de la propia actividad de la sociedad. Prácticamente toda la producción es agresora del medio en mayor o menor medida. Sin embargo, como no parece que la sociedad esté dispuesta a prescindir de los productos del mercado, sería conveniente conocer cuál es el costo ambiental que estas actividades suponen, para poder decidir hasta dónde valen la pena.

Teniendo en cuenta además, que este costo debe reflejar el valor de la calidad ambiental para nosotros, y para los que vienen detrás.

Las ciencias básicas en general informan ahora sobre las características de cada uno de los estados viables de la naturaleza: su posible evolución e interrelaciones. A partir de ahí, la sociedad decide lo que quiere. El análisis económicos que se sugieren hoy en día pretenden contribuir con certeza a este proceso de decisión, intentando descubrir cómo valora la sociedad cada uno de estos posibles estados de la naturaleza. En definitiva, un proceso de evaluación económica incorporando el impacto de la producción en el ambiente.

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